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lunes, 6 de diciembre de 2010
Los sellos
No puedo precisar cuando comenzó mi afición por ellos. Quizás surgiera en mis años de internado cuando las religiosas nos animaban a recogerlos para las misiones. No, no es que mandásemos los sellos, que mira para qué iban a quererlos los misioneros, ellos lo que necesitaban eran medios para combatir la miseria y la enfermedad; pero suponíamos que el dinero que se sacase de su venta sería destinado para ello. Recuerdo haber recorrido con otras compañeras numerosas oficinas de Valladolid pidiendo sellos usados. Después los remojábamos en el pequeño lavabo de nuestra habitación para desprender el pedazo de papel sobre el que iban pegados. Y, una vez secos, los entregábamos para tan meritorio fin. También mis hermanos compartían conmigo esta afición. Todavía recuerdo el considerable número de sellos conseguidos gracias a las cartas recibidas por mi hermana, enviadas por un admirador que cumplía el servicio militar en el antiguo Sahara español. Han transcurrido muchos años desde entonces y sigo guardando amorosamente cada sello que llega a mis manos, incluso me duele si veo alguno hecho añicos, o sucio y pisoteado sobre el suelo. Me resulta interesante el mundo de los sellos, disfruto contemplándolos, aprendo con ellos cosas que ignoraba. Algunas noches me quedo un largo rato ensimismada con ellos, tanto, que de repente recibo un gran susto al percatarme de lo avanzado de la hora.
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